domingo, 2 de agosto de 2015

Expreso.

Siempre que puedo, y el tiempo y los horarios me lo permiten, trato de viajar en tren. Aunque sean muchas más horas que en avión, aunque la incomodidad de los asientos me erosione la espalda y las rodillas. Siempre he visto en el tren un lado romántico, un deje a viejo que lucha por sobrevivir en los tiempos modernos, un poco como el neovictorianismo tan de moda últimamente en la literatura.
Podría pasar días enteros mecido por el traqueteo de los vagones mientras en mi mente fluyen ideas y nuevos personajes para mi trabajo, si no fuera porque en este trayecto no pude escribir absolutamente nada, y se lo agradezco al destino, a los hados o a quien la pusiera en la butaca de enfrente.

Allí estaba yo, ensimismado, con la mirada perdida entre las parejas que se despedían en la estación, en esos momentos tristes y sinceros que marcan tanto el comienzo como el fin, cuando me percaté de su presencia. No creo que mi estupor ayudara nada a esa primera impresión, pero no pude dejar de mirarla mientras guardaba su maleta y se acomodaba en su asiento. Recuerdo que me resultó cómico lo mucho que luchó contra su equipaje para encajarlo encima del asiento. Describirla me resulta difícil, nunca he podido ser objetivo con ella, pero dejadme intentarlo. Lo primero que me llamó la atención fueron sus ojos. Eran grandes y bonitos, de un color entre el marrón y el miel precioso, era difícil no mirarlos sin quedarte boquiabierto. Tenía una larguísima melena rubia, con tirabuzones que le llegaban casi a las caderas. Me sería imposible describir su físico sin hacer ninguna mención al creciente bulto que provocaba en mi pantalón, así que dejaré eso aparte. Y su cara... bueno, los que me conocen saben que gracias a ella logré terminar mi mejor obra hasta la fecha, tal es la inspiración que en mí provoca.

Trate de controlarme, de no llamar su atención más de lo que un hombre que se queda embobado con la persona de enfrente puede y centrarme en escribir, había elegido aquel trayecto para empezar la última parte de mi trilogía del infierno, tenía que centrarme en mi trabajo. Así que abrí el portátil, ejecuté el procesador de textos y mire al folio en blanco que me mostraba. Recuerdo exactamente el número de comienzos que deseché en un rato, treinta y cinco, curiosamente la edad que tenía en aquel entonces.

- ¿Qué es lo que borras con tanto esmero? - Su voz me pilló por sorpresa y el sobresalto hizo que el portátil viviera lo mismo que un todoterreno en el París Dakar. La risa que esto causó me tranquilizo un poco.
- Dios que vergüenza. La verdad es que se ve que no estoy inspirado hoy, es bastante frustrante...
- Ummm ¿Sabes? Siempre me han parecido curiosos los escritores, así que te propongo algo. No sé sobre que escribes, pero creo que cualquier idea nueva y ajena puede serte útil, así que deja que haga de musa por un día, durante el viaje, y veamos que ocurre ¿Te parece?
- Pues la verdad es que te lo agradecería, puede que hasta te incluya en los agradecimientos si conseguimos algo. - Esperaba que aquella chulería inexperta no le produjera la misma vergüenza que a mí, pero por lo visto le resultó interesante.
- Eso ya se verá. ¿Sabes lo que más me gusta de viajar en tren? Que posiblemente sea la metáfora más clara de la vida que conozco. Un montón de desconocidos comparten un viaje con un destino concreto y múltiples paradas, cada uno baja donde le toca, muchos demasiado pronto, otros, al final del trayecto, pero todos comparten el tren. Siempre me ha gustado pensar que la vida es un viaje que se comparte con desconocidos, con los que, según la suerte que tengas, puedes o no compartir vagón. ¿Quién sabe, igual ha sido una suerte que compartamos vagón, no te parece?

Y ese fue el comienzo del mejor viaje que recuerdo, seguimos hablando allí, en la cafetería, en los pasillos y hasta en los baños. Lo recuerdo como si fuera ayer, y hoy en día sigo dando las gracias a la persona que tuvo la idea de poner a la que hoy es mi musa y madre de mis hijas en el asiento de enfrente, porque aún compartimos ese vagón que es la vida con un destino que, ni conocemos, ni nos preocupa.