Siempre que puedo, y el tiempo y los
horarios me lo permiten, trato de viajar en tren. Aunque sean muchas
más horas que en avión, aunque la incomodidad de los asientos me
erosione la espalda y las rodillas. Siempre he visto en el tren un
lado romántico, un deje a viejo que lucha por sobrevivir en los
tiempos modernos, un poco como el neovictorianismo tan de moda
últimamente en la literatura.
Podría pasar días enteros mecido por
el traqueteo de los vagones mientras en mi mente fluyen ideas y
nuevos personajes para mi trabajo, si no fuera porque en este
trayecto no pude escribir absolutamente nada, y se lo agradezco al
destino, a los hados o a quien la pusiera en la butaca de enfrente.
Allí estaba yo, ensimismado, con la
mirada perdida entre las parejas que se despedían en la estación,
en esos momentos tristes y sinceros que marcan tanto el comienzo como
el fin, cuando me percaté de su presencia. No creo que mi estupor
ayudara nada a esa primera impresión, pero no pude dejar de mirarla
mientras guardaba su maleta y se acomodaba en su asiento. Recuerdo
que me resultó cómico lo mucho que luchó contra su equipaje para
encajarlo encima del asiento. Describirla me resulta difícil, nunca
he podido ser objetivo con ella, pero dejadme intentarlo. Lo primero
que me llamó la atención fueron sus ojos. Eran grandes y bonitos,
de un color entre el marrón y el miel precioso, era difícil no
mirarlos sin quedarte boquiabierto. Tenía una larguísima melena
rubia, con tirabuzones que le llegaban casi a las caderas. Me sería
imposible describir su físico sin hacer ninguna mención al
creciente bulto que provocaba en mi pantalón, así que dejaré eso
aparte. Y su cara... bueno, los que me conocen saben que gracias a
ella logré terminar mi mejor obra hasta la fecha, tal es la
inspiración que en mí provoca.
Trate de controlarme, de no llamar su
atención más de lo que un hombre que se queda embobado con la
persona de enfrente puede y centrarme en escribir, había elegido
aquel trayecto para empezar la última parte de mi trilogía del
infierno, tenía que centrarme en mi trabajo. Así que abrí el
portátil, ejecuté el procesador de textos y mire al folio en blanco
que me mostraba. Recuerdo exactamente el número de comienzos que
deseché en un rato, treinta y cinco, curiosamente la edad que tenía
en aquel entonces.
- Dios que vergüenza. La verdad es
que se ve que no estoy inspirado hoy, es bastante frustrante...
- Ummm ¿Sabes? Siempre me han
parecido curiosos los escritores, así que te propongo algo. No sé
sobre que escribes, pero creo que cualquier idea nueva y ajena puede
serte útil, así que deja que haga de musa por un día, durante el
viaje, y veamos que ocurre ¿Te parece?
- Pues la verdad es que te lo
agradecería, puede que hasta te incluya en los agradecimientos si
conseguimos algo. - Esperaba que aquella chulería inexperta no le
produjera la misma vergüenza que a mí, pero por lo visto le
resultó interesante.
- Eso ya se verá. ¿Sabes lo que
más me gusta de viajar en tren? Que posiblemente sea la metáfora
más clara de la vida que conozco. Un montón de desconocidos
comparten un viaje con un destino concreto y múltiples paradas,
cada uno baja donde le toca, muchos demasiado pronto, otros, al
final del trayecto, pero todos comparten el tren. Siempre me ha
gustado pensar que la vida es un viaje que se comparte con
desconocidos, con los que, según la suerte que tengas, puedes o no
compartir vagón. ¿Quién sabe, igual ha sido una suerte que
compartamos vagón, no te parece?
Y ese fue el comienzo del mejor viaje
que recuerdo, seguimos hablando allí, en la cafetería, en los
pasillos y hasta en los baños. Lo recuerdo como si fuera ayer, y hoy
en día sigo dando las gracias a la persona que tuvo la idea de poner
a la que hoy es mi musa y madre de mis hijas en el asiento de
enfrente, porque aún compartimos ese vagón que es la vida con un
destino que, ni conocemos, ni nos preocupa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario