domingo, 18 de octubre de 2015

The leftovers.


Al entrar en mi perfil en Facebook, lo primero que cualquiera puede ver es una foto en la que seis amigos posan contentos tras una copiosa cena. Este viernes pasado, de esos seis, solo quedan cinco. Suena duro, pero la realidad es aún peor.
Asumir algo así es cuestión de tiempo, como todos mis amigos dicen, de aguantar y dejar que la memoria se calme y deje de soltarte flashes de pasado compartido, pero yo no quiero olvidar. No dejo de pensar en como no lo vimos, como se nos escapó que estaba mal, que arrastraba una depresión de lejos y que esa eterna sonrisa era un disfraz. Vivir alejado de los tuyos, con un trabajo que come la moral y la fe en la humanidad, no es fácil de llevar, es solo que no consigo llegar a un motivo, a lo que lo empujo a decir ya no más. Dejadme que os hable un poco de él.

Tenía mi edad, de hecho, nos conocemos desde el colegio, en esos días en que él, otros dos y yo, quedábamos en mi casa para sacar el radiocasete al descansillo y aprender a bailar juntos. Recuerdo muy bien cuando iba a su casa a jugar a la megadrive, a asomarnos a la terraza para ver a la vecina de enfrente tomar el sol en bikini, o cuando le grabe el espíritu del vino de Héroes del Silencio, una de sus grandes pasiones.

¿Pasiones? Tenía muchas. Era músico, recuerdo cuando concursó en televisión en canal sur, con su guitarrita y sus posturas. Ahora estaba más centrado en la pintura, cada semana tenía un óleo nuevo completamente diferente al anterior, nunca le faltó inventiva u originalidad. Juntos conocimos la mayoría de mis aficiones actuales, los videojuegos, la música, el rol y el cine. Muchas tardes pasamos juntos en su casa, dando lugar a un sin fin de anécdotas y frases ingeniosas. Siempre me reprochaba que una tarde le dije “¡Quién tiene un amigo, tiene comida!” mientras me comía sus magdalenas. Siempre tenía una palabra amable, una broma o una sonrisa, fuera la situación que fuera. Hasta una tarde que nos atracaron catorce o quince gitanos volviendo de Canadian en la que, al verme tan alto, me pegaron a mí mucho más, consiguió sacarme una sonrisa luego, porque unos golpes no son nada, al menos, comparado con esto.

Luchó muchos años contra una oposición, para llegar a ser policía, que sin ser su sueño, era un medio como cualquier otro para ayudar a los demás. Antes de eso trabajó mucho en clínicas ayudando a personas mayores y enfermos, pero él necesitaba más y apuntó a la policía. Y lo consiguió. Y lo mató. Suena muy mal, pero me niego a pensar que solo fue él, que solo sus problemas personales lo llevaron a eso. No me malinterpretéis, conozco a muchos policías y respeto su profesión, pero en un puesto como el que él tenía, atendiendo a los problemas del ciudadano, oyendo a diario cosas que le helarían la sangre a cualquiera, debería haber estado controlado por decirlo de algún modo. Es imposible que alguien tan empático como él no sufriera y perdiera la fe en la humanidad, llevándolo a lo que lo llevó.

Solo, en una ciudad que no es la suya, trabajando en algo que no es fácil... Y cuando venia a su tierra, era todo risas, todo historias interesantes, porque aquí estaba seguro entre los suyos. Y decidió que no lo soportaba más. Y se fue. Y si lo tuviera delante le daría una paliza. Y le preguntaría como estaba y me lo llevaría de fiesta. Y no estaría escribiendo con lágrimas en los ojos sin saber como sentirme ni que ha pasado. Pero aquí estoy, solo, escribiendo a la memoria de un amigo que ya no está. Y para mí siempre seremos seis.