Cuando el reparto acabó, el sombrero
aún permanecía sobre la nieve. Las flores que adornaban el frontal
se veían separadas por el boquete del disparo. El francotirador
estaba convencido de que, bajo aquella descomunal pamela, se escondía
el miliciano. Cada vez que pensaba en lo cerca que lo había tenido
tanto tiempo, se ponía malo. Esconderse travestido. Aquello no podía
ser cristiano. Así que apuntó y disparó. El miliciano se desplomó
en el acto. Era día de racionamiento. En la larga cola frente al
colmado, nadie dijo nada. Ni siquiera cuando al caer el sombrero
apareció una cabeza de mujer.
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